lunes, 25 de junio de 2012

Brochazos de vida

Cuando nació, el destino pensó que sería bueno darle un don, algo bondadoso, productivo y que le permitiera a los habitantes del mundo soñar.

Los años de su infancia fueron como los de cualquiera: corría de aquí para allá, subía y bajaba por la resbaladilla, y  de vez en cuando rompía una ventana al jugar con la pelota. Su corazón se sobresaltaba, pero sólo un poco.

Cuando creció vio que el mundo era un poquito gris, falto de color, como que a ratos se encogía y no provocaba risas, sonrisas ni sueños en los demás.

Un día se sentó frente una pared, que bien podría haber sido una libreta, un caballete, un plato o una nube. Tomó un pincel, lo puso a la luz del sol y pintó con azul lo que parecía el cielo. Luego tomó de la luz un poquito de café y pintó a lo lejos un cerro gigante. Después de tomar un poquito de verde pintó árboles por aquí y más allá. Cuando su paisaje estuvo terminado vio que todos los demás veían asombrados la luz que había tomado forma y color. Se emocionaron tanto que sintieron en su corazón una alegría inmensa. Todos tomaron con sus manos un poco de anaranjado, un puño de blanco; unos incluso mezclaron sus colores de luz.

Cada día y a cada hora los colores cambiaban un poco, así que nunca dejaban de aparecer cosas nuevas. Pensaron que no había una mejor idea que pintar el mundo con sus propios colores y llenar de gozo sus vidas y de sonrisas sus rostros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario