lunes, 19 de marzo de 2012

Pena añeja


Simplemente no tengo vergüenza. Una cosa es tener distracciones, flojera, no tener tiempo; pero en mi caso es sencillo: no tengo vergüenza.
Es como si intentara huir del Sol, del agua, de la plática amena con los amigos; como si repeliera las sonrisas o mi taza de café que religiosamente llega después de comer. Evitar todo eso sería ilógico, tonto, pues. Así que si evitar el gusto de la vida fuera un delito, me declaro culpable.

Desde que empezó el año aclaré en la primera entrada del desdichado blog que mi intención era subir mínimo una entrada a la semana, y heme aquí, con la cara roja de vergüenza por incumplir, no sólo el propósito del blog, sino la meta de cada día de la vida.

Y así lo pongo: mi cobardía llega al grado de no vivir, de no sentir el calor recorriendo la espalda, el impulso eléctrico que guía las palabras desde Dios sabe dónde hasta los dedos de la mano izquierda, cuyo propósito siempre ha sido y será el mismo: lograr que la pluma roce el papel y la tinta le dé sentido a todo, absolutamente todo: el viento en la cara, al abrazo de papá, la sonrisa compartida de una nueva amistad.

Me tardo demasiado pensando en algo que merezca la pena todo esto, y ese algo bien puede ser cualquier cosa, ese algo es la vida, el mundo y las personas a mi lado. "Ya no más, por favor", me digo a mí misma, ya no más procrastinación del vicio que siempre me ha perseguido, a escribir, pues.

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